Cuentan que en tiempos antiguos, en la época en que Servio Tulio instauró los comicios, las distintas facciones políticas de Roma definían sus respectivas posiciones a partir de sus propios proyectos políticos, y con ellos se presentaban ante sus potenciales electores en dichos comicios, de modo que éstos podían juzgar si eran razonables. Y así, si existía un número suficiente de electores que entendían que un determinado proyecto era beneficioso para Roma, y proporcionaban sus votos a la facción correspondiente, ésta podía acceder al poder y, desde allí, poner en práctica ese proyecto.
Ocurría, sin embargo, que aquellos que accedían al poder descubrían que éste no sólo les permitía materializar sus proyectos, sino, indirectamente, alcanzar un elevado nivel de satisfacción personal gracias a los estipendios, la fama, las cuadrigas oficiales y demás prebendas que aquél poder llevaba aparejado. De este modo, con el tiempo, comenzaron a surgir políticos para los que estos beneficios secundarios se convirtieron en sus intereses primarios, y para los que el cursus honorum representaba la manera más cómoda, y con frecuencia la única, de acceder a los bienes materiales que hacen más llevadera la existencia.
Ocurría, sin embargo, que aquellos que accedían al poder descubrían que éste no sólo les permitía materializar sus proyectos, sino, indirectamente, alcanzar un elevado nivel de satisfacción personal gracias a los estipendios, la fama, las cuadrigas oficiales y demás prebendas que aquél poder llevaba aparejado. De este modo, con el tiempo, comenzaron a surgir políticos para los que estos beneficios secundarios se convirtieron en sus intereses primarios, y para los que el cursus honorum representaba la manera más cómoda, y con frecuencia la única, de acceder a los bienes materiales que hacen más llevadera la existencia.
Y así, de manera gradual e imperceptible, comenzaron a abundar los políticos que se presentaban ante sus electores sin el menor proyecto, únicamente movidos por su anhelo de alcanzar el poder. Y estos políticos, para su sorpresa, pudieron comprobar que a gran parte de los romanos no les importaba demasiado esta ausencia, pues llevaban cierto tiempo enfocando la política desde un punto de vista meramente deportivo, y manifestando sus preferencias por una u otra facción, no por las bondades y maldades de sus respectivos proyectos, sino por impulsos muy parecidos a los que los llevaban a optar por los azules o los verdes en el hipódromo, y frecuentemente con la misma virulencia en ambos casos.
El abandono del requisito previo de presentar un proyecto representó un gran alivio para estos políticos, ya que les evitaba enojosos requerimientos de conocimiento y capacidad. Durante algún tiempo, los políticos mantuvieron la ficción de que tales proyectos aún existían, y para ello aprendieron a vestir la nada con palabras, creando una oratoria de vistosas ampollas que se elevaban vigorosamente en el aire y se desvanecían sin dejar rastro. E incluso el propio Emperador acabó aceptando su divinidad para llenar estos vacíos.
Hoy, sin embargo, se ha dado un nuevo paso en esta dirección, pues todo indica que la ciudadanía ya está lo suficientemente madura como para acabar con cualquier tipo de subterfugio y disimulo. Y así Pachilopiscis, representante del Emperador en las tierras gobernadas por los sabinos y aprendiz, a su vez, de sabino, ha presentado como su mayor virtud el acudir a su cita con los ciudadanos desnudo de cualquier proyecto, idea y convicción, como si en lugar de a unos comicios acudiera a un nuevo juicio de Paris. Y, tal es la subversión del orden natural de las cosas, que todo parece indicar que los ciudadanos manifestarán sus presencias por esta nueva beldad desnuda.